sábado, 4 de mayo de 2019

Respiro ahora el aire que se me agota mientras trato de alcanzarlo con los dientes. Cierro los ojos y vuelvo a sentir de nuevo la sensación de haber estado muerta durante mucho tiempo. He visto muchas caras esta noche. Ninguna era la tuya. Se iban acercando poco a poco hacia mí, me observaban atentas desde el otro lado aquel. Y yo, humillada y miserable desde el fondo de mi jaula, no hacía más que morder mis pensamientos como si fueran huesos recién desterrados por algún zorro hambriento. Detesto esta suerte maldita que me ha tocado. Este infierno citadino, alborotado de luces y sonidos y cables trasversales y semáforos que cruzan de un lado al otro y gentes que caminan y caminan y caminan. Ayer mismo, cuando atardecía, vi morir un pájaro al posarse en uno de esos cables. Vi el instante aquel en el que se quedó tieso de pronto junto al poste alto del otro lado de la cuadra, y vi cuando se desvaneció suavemente hacia el vacío absurdo de la muerte absurda.
Vi también hombres y mujeres hambrientos. Y niños y niñas que pasan frío en las esquinas mientras piden alguna ayuda para poder comprar leche y pan para sus hermanitos. Vi jóvenes solitarios y tristes en las puertas de las iglesias, o durmiendo en los bancos de las plazas, sin que nadie los mirara. Vi un montón de libros amontonados, tirados al lado de un container de basura, que nadie quiere leer, vi espacios de humanidad donde parecía haber objetos. Vi animales desorientados, mujeres envenenadas. Vi sangre fresca en los monumentos.
Todo aquello vi aquél día que logré escaparme, y en un soplo de libertad, conseguí subir al techo y observar la ciudad. Fue para mí como si se me hubiesen abierto las puertas que siempre habían estado cerradas y ahora comprendo por qué. Al volver, intenté olvidar la miseria de la que fui testigo. Pero no pude. Hay personas allá afuera muriéndose de hambre, de frío, de soledad. Hay manos que no tienen nada para dar ni recibir, brazos que no tienen a quién abrazar, ojos que lloran en silencio.
Y esta noche en que no vi tu cara venir a visitarme, recuerdo todo aquéllo y se me hace aún más doloroso. No tengo fuerzas para seguir viviendo. Al menos hoy, esta noche alunada, donde esperaba que tú al menos me trajeras alguna noticia, algo que me hiciera salir de esta jaula un ratito, por lo menos con el pensamiento. Es decir, con el lenguaje. Porque yo sé que estaré aquí por el resto de mi vida. Y no está tan mal. Al menos no estoy allí afuera durante las noches heladas, muriéndome de frío. Pero si al menos mis pensamiento pudieran volar y salir unos minutos, sería una gran excusa para tolerar este aire cada vez más irrespirable.
Te esperé. En realidad, siempre estoy aquí, es decir, siempre te estoy esperando.
Pero de todas formas, te esperé. Hoy, esta noche.
Y sentí que mi alma se abría cada vez que escuchaba algunos pasos acercarse. Pero no. Esos rostros y esos pasos, no eran los tuyos. Ni siquiera eran conocidos. Y no los quiero. Prefiero la soledad. Las tardes tenues de silencio, solamente habitadas por el rumor de los pájaros que se posan en la copa del jacarandá.
De alguna forma tengo la certeza de que moriré alguna de estas tardes, escuchando los pájaros, mirando el jacarandá. Y no lo lamento. Es más, a veces es hasta un deseo, fuerte y rotundo que me despierta el ánimo.
Solamente espero volver a verte algún día,o alguna tarde o noche, antes de que eso suceda. Y cuando te vea, no te diré absolutamente nada. Tampoco quiero escucharte. Solamente girar mis pupilas hacia las tuyas, agarrarte fuertemente de la mano, respirar el mismo aire que traga tu boca y ahí sí, reconocerte como humano, como hermano, como hombre.
Así me iré, sin dejar rastros. Viva. Reconciliada.