sábado, 26 de julio de 2014

Esa noche, Luis se quedó en el hotel. Se encontraba solo por primera vez en su vida, sin ningún lugar al que ir, sin ningún bar a dónde ir a tomar esas copas eternas que lo acompañaban durante todas las noches. De forma absolutamente casual yo también me quedé sola en la habitación esa noche. Hacía mucho frío, las paredes mismas temblaban, había un viento a ráfagas feroces que todo lo cortaban y no había hecho tanto invierno en muchos años. Fue por eso, supongo yo, que Luis y yo decidimos quedarnos en el hotel, aunque estábamos en habitaciones separadas. Él estaba en la habitación número nueve y yo en la once, y la habitación diez, nunca supe por qué, estaba siempre vacía. La diez era el único lugar que se hallaba totalmente cerrado a los huéspedes, a pesar de que el resto del hotel estuviera repleto. Como contaba, esa noche fría de agosto, Luis y yo estábamos solos por primera vez en el hotel. En nuestras habitaciones, claro. Yo dudaba en invitarlo a la mía a tomar una copa o no. Él me parecía agradable pero no lo suficiente, pero aún así tomé valor de algún lado y decidí golpear su puerta. Pero antes es mejor que relate los hechos que antecedieron a ese episodio de la noche fría para que se comprenda el por qué de la importancia del hecho de quedarme sola en mi habitación, al igual que Luis. 
Yo había llegado al hotel tres años antes, junto con mi novio. Habíamos conseguido ese lugar por casualidad, y lo elegimos por su costo y su comodidad y además porque estaba ubicado en uno de los barrios más hermosos de Buenos Aires. Mi novio y yo habíamos decidido mudarnos juntos, romper con nuestras familias, irnos para siempre de la casa paterna que a ambos nos había hecho tanto daño. Ese fue un verano feliz y normal, como cualquier otro y debo confesar que éramos felices emborrachándonos día por medio y dejando la puerta libre a nuestra libertad que se nos presentaba por primera vez como un triunfo. Los problemas llegaron el verano siguiente, una tarde fatal en que sin quererlo nos lastimamos. Demasiado. Fui hiriente con una verdad que tenía oculta y mi novio me abandonó para siempre. Luis era, desde que llegamos, el personaje en el que depositábamos todos nuestros sentimientos, buenos y malos, nuestros fracasos y victorias. Por su cercanía, solíamos escucharlo cuando hablaba, siempre consigo mismo y cuando cantaba a gritos en su fervor desafinado de los sábados por la noche. Escuchábamos todo, porque las paredes parecían transmitir la resonancia como por cables eléctricos que conectaban a todas las habitaciones entre sí, todo el tiempo. Todo en ese hotel parecía repetirse varias veces, una vez que se había dicho y lo más fantástico y peligroso, era que cuando uno comenzaba a escuchar, no podía parar nunca, en ningún momento, aunque fuera de día o de noche, o aunque una tuviera muchísimas cosas que hacer y de las que ocuparse. Por eso, las charlas de Luis las escuchaba yo como un relato propio, como una conversación de Luis conmigo, de ese Luis que apenas vi dos veces en esos tres años y por quien desarrollé un aprecio inusitado, poderoso y fértil que aún continúa.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario