sábado, 9 de agosto de 2014

Tarde nevada

Isamel estaba sentado solo sobre un banco de mármol. El frío lo obligaba a sentarse en una sensación casi fetal, como abrazándose a sí mismo. Estaba vestido con su traje de siempre, fúnebre e impecable, con su chaqueta de algodón gris y su enorme sombrero acaudalado. No tenía guantes ni bufanda porque esas ropas no eran usadas por los hombres de su edad en esos lados y en esos tiempos. Sus típicos anteojos combinaban con su barba seca y enorme, que le cubría todo el cuello y le daba un aspecto solemne e inspirador. Ismael observaba la nieve que caía a su alrededor como si mirara una película muda. Sentía el placer egoísta de sentirse solo con la nieve, se creía dueño de aquél paisaje gris e invernal que a pesar de que lo obligaba a sentarse en las más extrañas posiciones, también le transmitía una tranquilidad profunda.
Aquella mañana, Ismael había salido de su casa, decidido a hacer algo muy importante y trascendente para su vida, es decir, para todo el universo. Iba a ir por primera vez a visitar la tumba de su esposa, fallecida hace seis terribles meses en los que la culpa y la desesperación no lo dejaban dormir, por lo cual se había decidido a ir a visitarla aunque fuera una única vez, para que su recuerdo y su presencia lo dejaran en paz.
Aquél día, Ismael se levantó sin apuro. Vivía solo desde el día en que ocurrió la tragedia, por lo que se estaba acostumbrando a esa soledad inevitable e irrepetible que es la soledad obligada. No se ponía despertador, ya que lo único que lo despertaba del todo y a la hora precisa era el gallo errado y enorme que vivía en un granero cercano y cuyo cacareo declaraba que en ese momento comenzaba el día para todos los habitantes del pueblo, sin nadie que lo pudiera contradecir ni mucho menos, callar.

Ismael había comprado flores para su esposa en el mercado central, la tarde anterior. Eran unas lilas muy discretas y cuyo aroma atraía fuertemente a los pocos insectos que se animaban a salir en ese invierno. Esa mañana, Ismael casi olvida llevar las flores, por lo cual tuvo que volver a entrar y salir de su casa, a pesar de que hacía ya media hora que se había encaminado hacia el cementerio. El tramo hasta este lugar,  con las flores en mano, era largo y silencioso. La nieve barría con todo lo observable y lo cubría de blanco por completo, dando un espectáculo melancólico y quieto. Las casitas estaban del todo cubiertas, al igual que los árboles, los jardines, los lagos, las calles y las montañas que apenas se alcanzaban a ver. No había nadie en los alrededores, Ismael se sentía el único ser humano en todo el mundo y disfrutaba de ese paisaje nevado, porque le parecía que expresaba lo que sentía él en ese momento; una congoja inexpresable e infinita, cada vez más honda. Al cabo de una hora y media, por fin llegó al cementerio fatal, que nunca antes había visto pero que era precisamente igual de como lo había imaginado: tenía una reja gris de tres metros de alto, una pequeña iglesia en el medio del parque, puertas enormes y chirriantes y soplaba allí un viento furioso que no soplaba en ningún otro lado y que cambiaba de lugar las nieves que tapaban las tumbas. Ismael se acercó con paso decidido a la tumba de su esposa, a pesar de que no sabía dónde estaba exactamente ésta. Sabía que se encontraba del lado derecho del parque, más bien cerca de la reja, al final del penúltimo pasillo, pero aun así, había muchísimas tumbas en ese lado e Ismael comenzó a reemplazar la congoja por un sufrimiento real y enorme por no haber previsto: que quizás nunca hallaría la tumba que en estos instantes tanto deseaba ver. Comenzó a caminar ligero y luego a dar vueltas en círculo y comenzó a desesperarse. Leyó nombre por nombre varias veces pero ninguna pertenecía al de su esposa, entonces comenzó a alejarse y a buscar más allá de ese lado, entre otras tumbas, atrás de iglesia, a la vuelta del árbol cubierto de nieve. Después de unos minutos, la vio. Era la tumba más hermosa de todo el lugar, y era la única que no estaba del todo cubierta por la nieve. Tenía en su parte superior una escultura de un ángel mirando hacia el cielo con una sonrisa y con sus alitas de niño aleteando inmóviles de la alegría, y con una mano extendida también hacia arriba como queriendo alcanzar el sol. Estaba vestido con un harapo humilde que le cubría la cintura y tenía rizos pequeños que se volaban sin volarse y que hacían de esa figura una obra de arte maravillosa y extremadamente simple a la vez. Ismael la observó un largo rato porque no sabía que sobre los restos de su esposa se había levantado tal monumento y después de admirarlo largamente se preguntó cómo nadie le había consultado sobre aquella decisión, y cómo otra vez nadie ni siquiera le había comentado nada acerca de esa escultura del ángel mirando el cielo. Trató de concentrarse en lo que estaba por hacer, leyó el nombre de Irma por segunda vez y se dejó absorber por la tristeza. Despacio, se acercó al mármol helado y lo tocó apenas; estaba muy frío y sentía que los dedos se le iban a quedar pegados a él si no los retiraba pronto. Cubierto de lágrimas inertes que se fundían en su barba, Ismael dejó las lilas sobre el mármol y no dijo nada, porque no podía decir nada, y porque tampoco hubiera sabido qué decir. Al contrario de lo que tenía previsto, comenzó a alejarse de allí con la certeza de que había hecho lo correcto y que el recuerdo de Irma ahora sí lo dejaría en paz. Pero absorbido por el túnel eterno del recuerdo, se sentó en el banco, en posición fetal y comenzó a observar el mundo triste y blanco que lo rodeaba. No le quedaban demasiados motivos para vivir. Hubiese preferido quedarse para siempre en ese cementerio, junto a su esposa, junto a su tumba, sin culpa ni remordimiento. Pero cuando otra vez comenzó a nevar, decidió levantarse de allí e irse para siempre. Pero había dado unos cuantos pasos desde el banco hasta la salida cuando un remolino gris comenzó a formarse en frente de él hasta formar una figura y allí mismo y en seguida apareció la imagen fantasmagórica de Irma, pero más joven y alegre que cuando había muerto. Miraba a Ismael con una sonrisa despreocupada y natural, que expresaba ternura y tal vez compasión hacia ese ser que en aquél día de frío le había llevado las flores. Ismael quedó inmóvil, en el medio del cementerio. No creía lo que veía pero aun así lo veía y lo observaba, el espíritu de su esposa se había materializado frente a él y no podía hacer nada, ni siquiera huir de allí porque sentía que el fantasma lo perseguiría a donde fuera. Entonces se quedó estupefacto, parado sobre la nieve, con la boca medio abierta pero sin emitir ni un sonido, ni un grito, ni un lamento. El fantasma de Irma seguía mirándolo con una ternura cada vez más honda hasta parecer feroz e Ismael en su indecisión, lo único que puedo hacer fue tirarse al piso y comenzar a llorar. Mientras lo hacía, un impulso que parecía haber salido del fondo de la tierra, lo obligó a incorporarse y comenzar a bailar. Irma lo agarraba con sus manos pálidas y transparentes y bailaba con él una danza sin música, pero que ambos escuchaban al interior de su cabeza. Ismael sentía que iba a desmayarse, no lograba comprender cómo estaba bailando con su esposa muerta hace seis meses y que él mismo había matado para evitarle el dolor de una enfermedad que le carcomía los huesos y los músculos y que no podía dejarlo en paz por la culpa que aquello le generaba. Ismael bailaba con Irma como ésta era a los ventitantos años, alegre y jovial, lo miraba con ojos vivos y al mismo tiempo ausentes e Ismael no sabía si temerle o dejarse llevar por aquél extraño impulso que cada vez más firmemente lo obligaba a tocar a aquél ser que tanto había amado y odiado hasta la muerte y luego también. Irma entonces comenzó a girar más rápido e Ismael se dio cuenta de que no podría salir nunca de ese baile macabro en el que lo había metido su esposa y comenzó a asustarse, transpiraba todo el cuerpo, el sombrero se le había caído y trastabillaba casi todo el tiempo pero su esposa lo sostenía y lo obligaba a bailar esa danza silenciosa. El sonido del viento comenzó a ser más fuerte, se convirtió en ráfaga y silbido, en un vendaval inmenso que tiraba la nieve de las tumbas hacia otras, y que obligaba a los árboles a volverse hacia un costado, en una actitud de humillación y sometimiento que Ismael apenas alcanzó a ver a través de los vidrios de sus lentes que milagrosamente seguía conservando. Ismael asustado, comenzó a gritar con todas sus fuerzas en busca de ayuda, o de cualquier cosa que hiciera que él pudiera salir de esa situación incomprensible y terrorífica en la que estaba involucrado. Ismael gritó con los ojos cerrados, hasta quedarse sin voz porque el viento penetraba en su garganta y lo lastimaba. Entonces, cuando ya no pudo gritar más, Ismael abrió los ojos y se encontró solo consigo mismo en el cementerio, que estaba igual que cuando él había llegado. Pensó que debía salir de allí lo antes posible y comenzó a correr hacia la salida. Y cuando estaba casi por llegar, una criatura pequeña y amarronada, se interpuso en su camino, casi a propósito, saltando desde algún lugar al piso, justo unos metros antes que Ismael. Era un gato grande y peludo, con un pecho blanco que combinaba con la nieve y las patas también blancas y con el lomo de un color marrón chocolate y enorme bigotes y ojos de pantera. El gato vio a Ismael y caminó hacia él con decisión. Se frotó en sus piernas y en seguida comenzó a ronronear. Se paró el gato sobre el mármol del costado de la escalera y miró a Ismael con ojos vivaces, casi de niño. Ismael sintió un extraño cariño hacia aquel gato que le daba confianza y seguridad y lo acarició con ternura, para regocijo del gato. La nieve cubría cada vez más los árboles ausentes e Ismael decidió marcharse de allí rápidamente, a pesar del gato, a pesar de todo lo que había ocurrido. El gato lo secundó hasta la puerta y en un último maullido se despidió a su manera de Ismael, quien lo observaba con respeto y amor. Ambos, gato y hombre, se despidieron en una última miraba eterna y celestial que abrigó con devoción toda la fuerza de espíritu que le quedaba a Ismael. Pero cuando quiso marcharse de allí para siempre, advirtió que sus cuatro patas peludas no lo dejaban moverse ni un centímetro más hacia la puerta de salida, y que su rabo marrón, se erguía de emoción al ver cómo se iba alejando aquél hombre solitario, vestido de negro, con sombrero alto y anteojos redondos, al que había observado largamente desde el techo de la iglesia cuando éste había bailado con el viento, sin ningún temor a parecer loco o ridículo, en la soledad descomunal del cementerio del pueblo, en esa tarde nevada.

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