Los fantasmas sí existen
Subo al ascensor, bajo. El ascensor desemboca directamente en el departamento al que tengo que ir. Queda en el piso 12. Me cuesta salir, tengo que abrir desde afuera y me da vértigo. Lo logro. Entro. Se trata de un dos ambientes: enseguida el living colores pastel: rosa, azul y marrón. A la izquierda la cocina: plantas largas, macetas de cerámica. Enormes. Es un depto cheto y chic, como salido de puerto madero. Yo desarmo mis mochilas, tengo la intención de cambiarme de ropa para la fiesta.
Atrás del living, los ventanales: la ciudad se abre de noche, como un diamante frente a la oscuridad de mí.
Lo veo. Finalmente lo veo. Errático, me dice que no, que ya no nos vamos a ver. Y a mí se me cae el mundo completamente. Me largo a llorar desconsolada: ¿qué hay después de algo así?, ¿a dónde huir, hacia dónde correr? él se va. Yo insisto. Patadas, golpes, gritos. Todas las cartas tenían que ser jugadas en ese momento. Todas, hasta que no quede nada, ninguna. Me abrí desnudándome completa, para que tuviera todo de mí. Pero cuando ya no te quieren, nada alcanza. Nada. Es todo lo mismo.
Él se iba mientras yo gritaba. En ese momento supe que los fantasmas existen. Me tiro al piso, le escribo mensajes que no lee y le grabo audios que no escucha. Es la tormenta. El fin.
Yo subo de nuevo al ascensor inicial, pero esta vez, bajo. Parece que es mucho, pero al final no. Me quedo en el piso 11. También me cuesta bajar, pero esta vez, por suerte está mi amiga que me ayuda.
Le cuento que él se fue, que ya no me quiere. Me ve desconsolada, se sorprende igual que me sorprendí yo. La situación es horrible pero al menos no estoy sola.
El amor que siente Aureliano por Remedios no tiene principio ni fin. La pérdida tampoco.
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