martes, 24 de diciembre de 2019

La imaginación

Los mejores recuerdos de mi niñez, están colmados de las imágenes que los libros infantiles con los que jugaba, formaban en mi cabeza. Quisiera, de vez en cuando, volver por unos momentos a aquél lugar maravilloso y único, las ensoñaciones, la certidumbre de saberme perpetua entre dos mundos: uno real, visible, cotidiano, y aquél otro, invisible, frágil y fabuloso. 
Durante las tardes en las que recorría maravillada las páginas eternas de los libros, sabía reconocer en cada imagen una historia increíble y, por el contrario, cada frase me decepcionaba, me dejaba insatisfecha: las palabras que acompañaban las imágenes nunca resultaban suficientes. Hubiese querido poder escribir en aquel entonces, para llenar de historias todo lo que veía. Mi mente se disparaba, imaginaba, soñaba. Y así comencé a hablar sola. A dedicarle más tiempo del esperado y más energía de la que está socialmente aceptada exclusivamente para imaginar. Imaginar como un ejercicio solitario e íntimo, impregnado de posibilidades. ¿Qué habría más allá de acá? no paraba de preguntarme yo mientras el sol reposaba sobre el silencio de mi habitación atardecida. Nadie supo contestarme.
Supe siempre que había otro lugar al que yo no pertenecía, pero al menos, sabía que existía. Tenía la certeza. Visto desde allí, el mundo entero parecía diferente. Recuerdo que me conmoví las primeras veces con los poemas de Rubén Darío, que me provocaban una sensación de vuelo y liviandad, lo más parecido a hacer un viaje diurno por un cielo clarísimo.
Aquéllas sensaciones que me provoca la lectura, no se comparan con ninguna otra. Ningún sentido biológico, ninguna experiencia física, son comparables con la noble acción de imaginar. Imaginar no solamente historias, fantasías, cuentos. Imaginar se trata de la destreza mental de saberse sujeto/a a un momento histórico determinado. Nuestra imaginación tiene límites históricos, que cambian según cada época. Basta explorar apenas un momento de la historia para comprender de qué manera la sociedad ha llevado hasta el final (o no), los límites de su imaginación.
No se trata de retóricas humanistas, ni de inevitabilidades. Tampoco de profetas que cambiarán el mundo. Se trata de nosotras. De quienes día a día trabajan el mundo, habitándolo a nuestra manera, con las herramientas que nos fueron brindadas, con la cosmovisión que adoptamos de una vez y para siempre en el inimputable afán de ordenar la realidad.
Esas imaginaciones son las que me interesan: las de quienes trabajan (en) el mundo, cometiendo el delito de vivir.

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