Cuando viajo en el 59
Últimamente paso los días
comiendo en los mcdonalds o yendo a la verdulería a comprar una lechuga
criolla, dos tomates perita y media doce de huevos para almorzar en mi trabajo,
siempre a las dos de la tarde. Me deprimen terriblemente las horas y horas que
paso en la oficina y que generalmente se me hacen eternas y tediosas. A veces sin
embargo, le tomo gusto a la soledad implícita de los papeles y los monitores,
y me quedo en mi trabajo hasta tarde. Me gusta ver por el enorme ventanal cómo
va anocheciendo, me gusta ver apagarse el cielo no sin antes estallar en
colores y luego oscurecerse todo en apenas unos instantes, en los que se alza
la luna. Me hace sentir menos sola saber que anochece, y que el día transcurre,
que ya transcurrió un día más, otro, y yo allí, ya sola, sentada frente a una
pantalla con muchas ventanas de internet abiertas y casi siempre un word en el
que escribí algo pero que siempre dejo por la mitad. A veces leo un poco, trato
de estudiar pero no logro concentrarme. Pienso, me imagino, entro al Facebook una
y otra buscando todavía no sé bien qué cosa. A veces de pronto me siento inútil,
siento angustia y de pronto, me siento tonta y pequeñita como un roedor huidizo
y triste. Transpiro rabia y palabras que se quedan allí y que no salen. Cuando
salgo de mi trabajo, camino dos cuadras hasta la parada del bus. A veces espero
el colectivo comiendo una hamburguesa o algo salado que compré por ahí, pero no
me subo al primero que pasa, sino que dejo que pasen dos o tres y al cuarto o
quinto, lo corro con absurda desesperación. Como si estuviera en una película
de bajo presupuesto, actúo y simulo verlo a último momento y entonces, me largo
a correr casi una cuadra entera, e incluso a veces si el semáforo se pone en
verde, no lo alcanzo. Algunas personas me miran con curiosidad, o al menos eso
me parece. Los choferes del colectivo con frecuencia no me abren la puerta, pero
algunas veces sí. Yo creo que depende del humor o de qué tan apurado esté aquél
hombre anónimo que siempre me parecerá el mismo, todos los días cambia pero
para mí es el mismo. Si tienen la amabilidad de abrirme la puerta, me agrada
subir agitada por mi espectacular corrida, con la boca abierta para respirar y
diciendo gracias con una sonrisa leve e incluso con la mirada fija. En general,
aquellos hombres me sonríen también y eso me gusta, porque no me gusta pelear y
me siento cómoda en la cordialidad y el respeto civilizado que todos simulamos
cuando subimos al bus. Olvidé mencionar antes que siempre elijo el colectivo
cuando está casi vacío, ya que me niego a viajar parada o en un asiento que me
desagrade. Me siento siempre en el mismo lugar: del lado derecho en el asiento
de a dos personas, sobre la rueda, al lado de la ventana. Mientras estoy allí,
escucho música en mi celular y también oigo la radio fm porque me emociona que
suene de pronto una canción que hace rato no escuchaba y que me trae recuerdos
tristes o alegres, no importa. Sentada allí también, escribo, leo, estudio,
pienso, sobretodo pienso. Las mejores ideas, los argumentos más lúcidos, los
monólogos más contundentes, las
decisiones más importantes las he tomado así, sentada y rígida con las pupilas
como faroles, mirando por la ventana del 59, siempre a la derecha. Como ya me
sé de memoria el recorrido, no me hace falta mirar, ni levantar la vista si no
quiero, para darme cuenta en qué parte del trayecto estoy. El colectivo me
lleva y el momento que más detesto es cuando tengo q bajarme. Siempre quiero
seguir viajando toda la noche, durante horas, hasta que amanezca. Horas y horas,
viajando, pensando, leyendo, escuchando música, recorriendo toda la ciudad y el
conurbano bonaerense. Amaría el hecho de no tener apuro de ningún tipo y poder
viajar y viajar, y ni siquiera me importaría ser la única pasajera. No me
importaría, repito. Es realmente maravilloso poder sentir cómo el colectivo
acelera, me encanta cuando toma velocidad y por eso me encanta viajar de noche,
porque hay menos tránsito y el recorrido es fluido y directo. Es increíble cómo
de noche la ciudad cambia, se vuelve distinta, se prende, florece y yo la noto
mucho más hermosa, más limpia y agradable, como eternizada, más pequeña y
calma. Mi conciencia clasemediera me permite disfrutarla así, sin más y por la
absurda costumbre de haber nacido entre el cemento fatal y el humo de los autos.
El viaje cotidiano, se vuelve tan absurdamente propio e íntimo, como cualquier
hecho rutinario, diario. Nunca hablo con nadie en el colectivo, no me agrada la
gente en general, ni siquiera me interesa escuchar sus conversaciones. Pero sí
me gusta mirar los rostros, observar sus actos. En general leen, o están enfrascados
y encorvados haciendo algo con el celular. Casi no se miran entre sí, todos
sabemos que somos extraños que confluimos allí por maniobras del destino y que
no volveremos a vernos nunca y a ninguno nos importa. Me gusta también mirar
los rostros de los pasajeros de los colectivos cercanos, por ejemplo cuando
frenan al lado del bus en el que estoy yo. Me gusta mirarlos fijo a los ojos,
casi hasta intimidarlos, sostenerles la mirada por un rato hasta que se cansen
o hasta que arranque el colectivo. A veces me sostienen también la mirada,
otras veces me evitan, otras veces ponen cara de extrañeza. Y yo me imagino
quiénes serán, cómo serán sus vidas, a dónde irán, de dónde vendrán, qué
pensarán, cuál será su visión del mundo, si será la misma que la mía o si no. Y
me divierto, absurdamente me divierto.
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